Con más de medio kilómetro de extensión y una franja de arena de cien metros, estratégicamente situada entre el centro y la Vía Augusta (hoy N-340), la playa urbana de l’Arrabasada es una de las más bellas de la Costa Dorada, pero también de las más concurridas de la ciudad de Tarragona.
Bandera azul al viento, con su paseo marítimo, su puesto de la Cruz Roja y sus chiringuitos, la de l’Arrabasada es una de esas playas que, en los días soleados de agosto, desaparece como por arte de magia bajo el mosaico de sombrillas, toallas, hamacas, patines, colchonetas, neveras y artilugios inflables de todas las formas y tamaños.
En verano poca gente parece recordar que la playa es naturaleza, de lo contrario no le haríamos las canalladas que le hacemos. No utilizaríamos su arena de cenicero y no enterraríamos en ella la lata de cerveza vacía o el pañal usado del crío. Pero es que la playa, para la mayoría de la gente, no es un espacio natural, sino un parque acuático, un lugar de recreo al que uno acude para pasárselo bien, sin atender a ninguna norma.
“Acaso la playa es suya” me soltó una vez una señora a la que le afeé la conducta de abandonar sus residuos en la arena. Y es que hemos despojado a las playas de su condición silvestre para domesticarlas y usarlas a nuestra conveniencia. Solo hay que acudir un anochecer de estío para comprobarlo.
Si visitáramos la playa un día del resto del año descubriríamos que es uno de los ecosistemas que acoge mayor biodiversidad. Cuartel de invernada para numerosas aves marinas y área de cría para chorlitejos y otros limícolas, en la arena crecen especies de flora en peligro de extinción y las rocas son un hervidero de vida salvaje, una vida que se nos muestra con todo tipo de formas y colores dentro y fuera del agua: algas verdes, rojas y pardas, cangrejos, anémonas, cormoranes, tomates de mar, erizos, vuelvepiedras, quisquillas, estrellas, gaviotas, ermitaños, lapas, ostreros, pulpos, mejillones, alevines de peces de roca…
Podría citarles más de un centenar de seres vivos, a cual más fascinante, de entre los que se pueden avistar fácilmente en las charcas intermareales de la playa en una mañana de primavera. Pero no en agosto. En agosto la vida salvaje huye de nuestras playas. Pero de vez en cuando la naturaleza se resiste a cedernos su titularidad, olvida que la playa ha dejado de pertenecerle y regresa. Y a veces lo hace con una osadía tan temeraria como asombrosa.
El pasado martes, 26 de agosto, en plena época de puestas para la especie, sobre las once de la noche, una tortuga marina, una tortuga boba, a la que los científicos llaman Caretta caretta, salió del mar en la playa de l’Arrabasada y empezó a adentrarse en la arena, entre castillos semiderrumbados y restos del festín playero, con la intención de desovar. Y lo hizo.
Una tortuga boba, un quelonio que llega a superar el metro de longitud y los cincuenta kilos de peso, una de esas bellísimas tortugas que nada en los arrecifes coralinos, las bahías poco profundas de los mares más alejados y las profundidades del Gran Azul, emergió del agua en la ciudad de Tarragona y empezó a dar aletazos en la arena para realizar su puesta enterrando cerca de un centenar de huevos en l’Arrabasada. Increíble, pero cierto.
El mismo martes recogíamos la noticia en La Vanguardia Natural. En ella informábamos de la pericia de los miembros de la Red de Rescate de Fauna Marina del Departamento de Agricultura, Ganadería, Pesca, Alimentación y Medio Natural que, al ser avisados por los incrédulos veraneantes que asistieron a semejante espectáculo de la naturaleza, procedieron con cuidado y eficacia a localizar la puesta y retirar los huevos para enterrarlos en otra playa mucho menos concurrida.
Con ello los expertos de la Generalitat le cubrían las espaldas a la pobre tortuga que, ignorando que las playas en agosto están “okupadas” por el mono desnudo, decidió acatar su mandato genético y desovó donde seguramente desovaban las tortugas bobas hace cientos de años, antes de que convirtiéramos las playas en lo que las hemos convertido.
Para muchos la tortuga se equivocó. Pero no se equivoquen: los equivocados somos nosotros.
Fuente original: ecogallego
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