Cada año escribo este artículo más pronto. Estoy en mi estudio en Cabrils, junto al Parc Serralada Litoral, hoy es 11 de junio, son las seis de la tarde y estamos a 34 grados. El calor es insoportable. Salgo a la terraza y huele a resina. Han comenzado a cantar las cigarras. En el suelo del bosque los amarillos le están ganando el pulso al verde. El estiaje vuelve a ser muy precipitado, tanto que algunos árboles han decidido empezar a soltar hoja: si tuvieran pies saldrían corriendo ladera abajo para echarse al mar.
La semana pasada, en una comida con compañeros de la prensa ambiental, alguien dijo que el fuego forma parte de la naturaleza y que, por lo tanto, no deberíamos afrontar las informaciones relacionadas con los incendios forestales de una manera tan trágica. Sin embargo mi compañero olvidó el dato de que el 90% de los incendios en nuestro país se deben a una imprudencia humana, cuando no a uno de los peores delitos: el de pegarle fuego al monte adrede. Que el monte se recupera cada vez peor del fuego y que en la mayoría de los casos no vuelve a ser arboleda sino que se queda en matorral: un ecosistema interesante, pero para los que sentimos pasión por los árboles no es lo mismo.
No se me ocurre mejor ejemplo de perdedor que la imagen de un naturalista en medio de un bosque quemado. Porque no hay entorno más desolador para quienes amamos la vida silvestre que ese vacío absoluto, esa especie de gigantesco nicho a cielo abierto, gris y maloliente, que es el monte asesinado por arma de fuego: no importa si a manos del temerario, el imprudente o el pirómano (al que llevo años proponiendo llamar terrorista ambiental).
Todos los que hemos luchado alguna vez contra las llamas en el monte sabemos que el fuego no tiene quien lo apague. Que el incendio forestal solo se apaga cuando lo ha arrasado todo. Cuando da por saciado su voraz apetito y se le acaben los verdes, dejándonos los negros y grises a los que funde el paisaje.
Es preciso decirlo claro y alto: la única manguera que apaga los incendios es la prevención. Hay que perseverar en el mensaje, hay que hacerse oír una y otra vez, no debemos cejar en el empeño. Llámenme pesado, cansino, peñazo o lo que ustedes quieran, pero por favor, no enciendan fuego en el monte nunca, no hay excusa que valga.
Aunque controle (o mejor dicho, crea que controla) y lleve muchos años haciendo barbacoas sin levantar un palmo de humo, aunque le parezca que nadie se va a enterar, aunque hoy no se mueva una hoja por el viento y esté en medio de un descampado: por favor, sustituya los planes de hacer una barbacoa o una paella en el monte por una buena carne empanada y una tortilla de patatas ¿A qué han salido al monte? A disfrutar de la naturaleza ¿no es así? Si han elegido ese rincón en especial es porque les gusta descansar a la sombra de los árboles y oír el canto de los pájaros.
Y todo eso, eso que tanto estiman y agradecen, es lo que puede fundir a negro a la que alguien rasca una cerilla o prende el mechero, así que por favor, no lo haga, porque a demás va a ponerse en riesgo usted, a los suyos, y no va a amargar el fin de semana a todos los demás. Y digo el fin de semana porque (ojo al dato) el 72% de los incendios forestales ocurren entre viernes y domingo.
Por eso, antes de empezar a contar cenizas por hectáreas permítanme que les aclare que, contrariamente a lo que van a oír en las próximas semanas, una hectárea no es un campo de fútbol, sino dos. Por cierto, que en lo que llevamos de año ya llevamos quemadas 16.000 hectáreas, el doble que en todo el año pasado.
Fuente: ecogallego
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